21 Ago El “Trankimazín” … y los otros tranquilizantes.
Les pido perdón anticipadamente por mi insistencia en tratar este tema, pero es que pocos medicamentos llevan peor fama y son más injustamente tratados por los medios de comunicación y redes sociales que los llamados técnicamente ansiolíticos benzodiacepínicos.
Aunque pretendemos desestigmatizar este tema con artículos y videos, me he animado a tratarlo de nuevo ante los últimos comentarios que he escuchado de ciertos “expertos” y “todólogos” insistiendo en los efectos dañinos de su uso, en concreto sobre el problema de la “adicción” y del deterioro cognitivo.
Obviamente todos los ansiolíticos derivados de las benzodiazepinas son psicofármacos (también llamados psicótropos) cuya prescripción debe ser cuidadosa, apropiada, poniendo en ellos unas expectativas prudentes y limitadas, es decir, lo mismo que hacemos con cualquier otra prescripción médica.
Prescribir un ansiolítico para disminuir el sufrimiento de una persona que, por ejemplo, su malestar surge por estar en el paro; o para aquella otra que ha perdido a un ser muy querido; o aconsejar su uso para superar complejos o sentimientos de inferioridad, ni estaría técnicamente indicado, ni sería esta tampoco la forma más saludable de enfocar los problema vitales o existenciales.
La mayoría de los tranquilizantes de este tipo son eficaces para reducir, e incluso suprimir, la angustia y la ansiedad, sobre todo cuando no hay ningún factor externo al individuo que pueda explicarnos su aparición. Es más, están plenamente indicados para los ataques de pánico, para la ansiedad generalizada, para los trastornos obsesivos-compulsivos, para las reacciones agudas a estrés, para las fobias, en algunas fases de su tratamiento. Incluso también pueden ser muy útiles como relajantes musculares (sobre todo el diazepam) y como anticonvulsivantes como ocurre con el clonazepam.
Lo que no sería correcto tampoco, en principio, es que una prescripción de ansiolíticos se mantenga de forma permanente y sin ningún control sanitario. Pero esa es nuestra culpa, la de los médicos. A veces también de los pacientes que no quieren retirarlos porque temen recaer y volver a revivir el calvario que es padecer angustia.
Se nos dice que es en España sobre todo donde se toman muchos tranquilizantes, y la razón de ello es evidente y obvia. Normalmente no se suele ir a buscarlos a la “red profunda” ni a conseguirlos de forma ilícita en el mercado clandestino. El médico de familia o el especialista los prescribe, a veces sin una justificación precisa, o si esta existe, no se hace un seguimiento siempre adecuado.
Dicho esto, también hay que saber que, si se prescribe mucho Trankimazin, Orfidal, Lexatin, Rivotril, Noctamid, Tranxilium, Valium o cualquier otra benzodiazepina, se hace por que con excesiva frecuencia el profesional de la salud no dispone del tiempo necesario para ejercer la “terapia de la escucha y de la palabra”; esto es, para escuchar al enfermo, saber matizar y diferenciar sus síntomas, ganarnos su confianza e invertir tiempo en valorar otras opciones posibles. En definitiva, no hay tiempo material ni profesionales suficientes para hacer un acto médico correcto, reposado y basado en la confianza mutua y en la evidencia científica.
Los ansiolíticos se han convertido, permítanme la trivialización, en lo que yo llamo “tiritas emocionales”. Una tirita no cura, pero puede, llegado el caso, evitar que una hemorragia continue; a veces son suficientes para proteger una herida ante una infección; y sirven incluso, para darnos tiempo a que se pueda abordar el problema de una forma más amplia y definitiva. Esto es, las “tiritas emocionales” (los ansiolíticos) nos permiten salir del apuro y esperar a que otro médico, quizá un psiquiatra, pueda “hacer la “intervención quirúrgica” necesaria, con más conocimientos y más tranquilidad.
No seamos injustos y no miremos con miedo a los tranquilizantes. Son medicamentos que bien prescritos y adecuadamente usados (generalmente en combinación con antidepresivos) pueden disminuir un riesgo de suicidio, conseguir reducir los síntomas de pánico y ayudar a la persona extremadamente ansiosa a llegar a un estado de armonía y paz suficiente para permitir un tratamiento más complejo.
El problema no está en su prescripción, sino en considerarlos tratamientos curativos y no lo que son: fármacos para reducir síntomas. Si al enfermo no se le ayuda disminuyendo la ansiedad, le va a ser imposible muchas veces abordar la causa real de su sufrimiento. Por cierto, práctica esta que hacemos habitualmente los médicos con otros muchos medicamentos, que no reciben un maltrato y un estigma tan exagerado.
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